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Portada de Secretos compartidos (S.E.C.R.E.T. 2)

Secretos compartidos (S.E.C.R.E.T. 2)

Autor: L. Marie Adeline

Temática: General

Descripción: Prólogo Dauphine Me reí. ¿Qué más podía hacer? Aquello estaba sucediendo de verdad. Él estaba allí. Y parecía lo más natural del mundo que un hombre atractivo, sumergido hasta las rodillas en las cálidas aguas del río Abita, me pidiera que me desnudara para él. El agua que le lamía las torneadas pantorrillas oscurecía sus tejanos arremangados, mientras su esbelto torso desnudo brillaba bajo el cálido sol de abril. Me tendió un brazo bronceado. –Dauphine, ¿aceptas este paso? En lugar de contestar enseguida que sí y lanzarme al agua con él, tal como deseaba, me quedé paralizada en la orilla alfombrada de hierba, con mi vestido verde de verano, que había acortado de modo que me llegaba justo por encima de las rodillas. Ahora me arrepentía. Era provocativo, no como la ropa que yo solía llevar. «¿Me quedará fatal? ¿Y si no le gusto? ¿Y si nos pillan? ¿Y si no sé hacerlo? ¿Y si me ahogo? Nadar no se me da muy bien; de hecho, el agua siempre me ha dado miedo.» Estábamos ocultos tras los tupidos rosales y las malvas imperiales que descendían hacia la ribera, y aun así, el miedo me embargaba. «Control y confianza, control y confianza. Mis dos demonios enfrentados.» ¿Por qué ahora? ¿Acaso no había superado todavía mi época escolar? ¿No había montado con éxito un negocio de ropa de segunda mano, antes incluso de licenciarme? ¿No había superado recesiones y huracanes, sacando a flote mi negocio con la ferocidad propia de un héroe de guerra que rescata a un camarada herido? Había hecho todo aquello, y más, pero para eso lo único que hacía falta era disciplina y control, y mano de hierro. Aceptar la tentadora proposición de aquel desconocido para que me reuniera con él en el agua implicaba una invitación a cambiar la dirección de las corrientes que movían mi vida. Significaba permitirme entrar en un mundo nuevo, lleno de espontaneidad y riesgo, deseo y, posiblemente, decepciones. Significaba renunciar al control y aprender a confiar. Aun así, y pese a toda la bravuconería que había mostrado ese día en la Coach House, de repente no sentía ningún deseo de dejar que las cosas se desarrollaran tal como me habían dicho que sucedería, aunque me había jurado hacerlo. Pero maldita sea, aquel hombre era guapo, y mucho más alto que yo. Aunque, bien mirado, con mi metro sesenta y dos yo era más baja que la mayoría de los hombres. Su mirada escondía una sonrisa y era esbelto, con el pelo castaño, que el sol había teñido con reflejos cobrizos, despeinado. No habría podido decir si sus ojos eran azules o verdes, pero el caso es que no los apartaba de mí. El sol nos calentaba cada vez más, haciéndome sentir que mi pelo era un velo largo y pesado. Me quité lentamente las sandalias y noté la hierba fresca bajo los pies. Tal vez pudiera meterme en el agua. Empezar poco a poco. –¿Aceptas este paso? Sólo puedo preguntártelo una vez más –dijo él, sin rastro de impaciencia en la voz. «Ahora. Ve hacia él. Eso es lo que tienes que hacer.» Noté cómo mis manos se desplazaban hacia mis hombros, siguiendo el borde de la parte superior de mi vestido. Mis dedos se detuvieron en el nudo de la nuca y mis manos empezaron a moverse por su cuenta; de pronto, las tiras cayeron. Me bajé la parte superior del vestido y desnudé mis pechos para él. Desvié la mirada enseguida. Debía moverme con rapidez, antes de que mi mente tomara conciencia del miedo que sentía. «¿Y si mi cuerpo le decepciona? ¿Y si no soy su tipo? Deja de pensar. Actúa.» Me bajé la cremallera trasera del vestido y lo dejé caer sobre la hierba. Luego deslicé las bragas por las piernas y me incorporé de nuevo, desnuda excepto por la cadena de oro que me rodeaba la muñeca izquierda. –Me lo tomaré como un «sí» –dijo él–. Ven aquí, preciosa. El agua está caliente. Mi corazón empezó a latir desbocado. Con toda la calma de la que era capaz, avancé hacia él, hacia el agua. Mientras caminaba, me cubrí estratégicamente. Introduje un dedo del pie en la orilla del río; el agua estaba más caliente de lo que esperaba. Metí el resto del pie en la suave corriente y luego avancé por el camino de rocas planas y cubiertas de musgo que me llevaban hacia él. Se veía el fondo. Todo iba a ir bien. A medida que me acercaba, la diferencia de altura entre nosotros resultó casi lo suficientemente divertida para dejar de sentirme atractiva y que me diera por reír: ¡por lo menos medía un metro noventa y cinco! Pero antes de estallar en carcajadas, antes incluso de llegar hasta él, sus manos se desplazaron hacia el botón de sus tejanos, lo que me hizo detenerme y guardar silencio. «¿Lo miro? ¿No lo miro?» Mi educación sureña me obligó a darme la vuelta para ocultar el rubor que sabía me teñía las mejillas. Clavé la mirada en un roble alejado que daba sombra a la plantación que quedaba más allá. –No hace falta que te vuelvas. –Estoy nerviosa. –Dauphine, estás a salvo. Sólo somos tú y yo. Aún de espaldas, oí una salpicada y el sonido de la tela al rozar la piel. Luego lanzó los tejanos por encima de mi cabeza y aterrizaron en la orilla, junto a sus botas gastadas, mis sandalias y mi vestido verde. –Vale. Ahora también yo estoy desnudo –dijo. Oí como se desplazaba lentamente por el agua hacia mí, hasta que noté su cálida piel contra mi espalda. Apoyó la barbilla en mi coronilla y luego me acarició con la cara el pelo y el costado del cuello. «Dios.» Cerré los ojos, respiré hondo y ladeé la cabeza para ofrecerle la piel de mi cuello. Sentía cuánto lo deseaba él, y yo también. Mis sentidos estaban a flor de piel. Un hormigueo me recorrió la piel caldeada por el agua, enfriada por el aire, suavizada por su contacto. La atmósfera transportaba los aromas del sur: hierba recién cortada, el río, magnolias. «Deseo esto. Deseo esto. ¡Le deseo a él! ¿A qué vienen tantas dudas? ¿Por qué soy incapaz de volverme delante de él? Este hombre está aquí sólo para darme placer. El único obstáculo es mi incapacidad para dejarle que lo haga.» Entonces, mientras él colocaba las manos sobre mis caderas, oí de nuevo esa voz interior, estridente, insistente, con el acento de Tennessee característico de mi madre: «Cree que estás demasiado fofa, que tienes demasiadas curvas, que eres demasiado baja. Lo más probable es que no le gusten las pelirrojas». Cerré los ojos con fuerza para espantar aquella voz, y entonces oí un gruñido profundo, que enseguida reconocí como el de la satisfacción masculina. «Vale, le gusta lo que toca.» Colocó la boca sobre mi oreja, mientras tiraba de mis caderas hacia atrás y nos llevaba a ambos hacia las corrientes más profundas. –Tienes una piel increíble –murmuró mientras seguía tirando de mí hacia atrás, hasta que el agua me llegó a la cintura–. Como de alabastro. «Está mintiendo. Le han instruido para que diga estas cosas.» Le supliqué a mi voz crítica que se perdiera. –Date la vuelta, Dauphine. Quiero mirarte. Lentamente, dejé caer los brazos a ambos lados del cuerpo y toqué el agua con los dedos. Abrí los ojos y me volví para quedar frente a la extensión de su torso y la inequívoca señal de su deseo por mí. «¡Está sucediendo! ¡Deja que fluya!» Levanté la cabeza para contemplar su atractivo y tranquilo rostro. Y entonces... ¡zas! Me alzó del suelo, con tanta destreza y rapidez que solté un grito de júbilo, aunque se me encogió el estómago. Cuando acabé de pasar un brazo alrededor de su cuello musculoso para agarrarme, él ya me estaba meciendo en las aguas relucientes del río, provocándome, sumergiéndome poco a poco. –¡Está fría! –jadeé, y me agarré a él con más fuerza. –Enseguida te calentarás –susurró él, y me tendió sobre el agua. Con sus brazos a mi espalda, rendí mi cuerpo a él y al río. Me estiré y me dejé flotar, mientras mi cabeza se sumergía y el pelo se hundía centímetro a centímetro en el río. «Muy bien; allá vamos.» –Perfecto, sólo tienes que relajarte. Te tengo sujeta. Experimenté una sensación maravillosa al dejarme flotar. El agua no me daba miedo. Cerré los ojos y dejé que mi pelo vagara en el agua y, por primera vez en mucho tiempo, supe que se extendía por mi rostro una sonrisa real. –Mírate, Ofelia –me pidió él. Dejó un brazo en el centro de mi espalda para sostenerme y retiró el otro; con mano firme, recorrió mi pierna, mi muslo, se detuvo en el monte de Venus y luego continuó hacia mi estómago, donde se paró para besar el agua acumulada en el charco creado por mi ombligo. –Me haces cosquillas.

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